El barquito
Se escuchó un ruido seco. Estruendoso. Ahogado por el silencio que terminó de fundir todo en oscuridad, y entonces el caos acabó. Y todo fue hermoso.
Elena observaba el vasto mar, calmo. El barco en el que iba se movía levemente, de izquierda a derecha. Le encantaba quedarse horas mirando el horizonte… o capaz solamente eran minutos. Era difícil tomar cuenta del paso del tiempo para ella. Una suave brisa, en forma de incertidumbre, le acarició las trenzas largas. También le acarició los pensamientos. Los miedos. Y le dió frío.
Elena se preguntaba si iba a entender lo que decían, si iba a vivir en una casa bonita, si todo iba a ir bien.
Elena se preguntaba, con cautela, si su hermanito iba a estar bien. Estaba muy enfermo. Se preguntaba también cómo podía ayudarlo. No tenía idea.
Observaba el mar. Era parte de su rutina. Su mamá los despertaba, a ella y a sus hermanos, a las 7:30 de la mañana. Se lavaban, acomodaban lo poquito que tenían. Eran doce en un camarote chiquito, pero a Elena no le disgustaba. Se dirigían hacia su futuro, hacía “la prosperidad”, decía su madre. Elena no sabía qué significaba, pero asumía que era algo bueno.
Un mediodía, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo, vió una barca a lo lejos. Se acercaba, muy despacito. Elena aguardó con mucha paciencia. Era un barquito, parecía pesquero, pensó. Había un niño muy flaco a bordo. Elena no podía dejar de verlo.
Elena avisó, se acercó desesperada a cada persona que vio en la cubierta. ¿Por qué nadie ayudaba a ese pobre niño? ¿Qué hacía ahí?
Llamaron a su madre y tuvo que retirarse de la cubierta, no sin antes darle un último vistazo a ese niño, y ver que le estaba sonriendo con complicidad.
Las noches de tormenta eran las que más fascinación le daban a Elena. Sus hermanitos más chiquitos lloraban sin parar, y su madre trataba de arrullarlos para que se durmieran, sin éxito. Pero Elena cerraba los ojos y disfrutaba del sonido de la tormenta, del oleaje efusivo, del océano. Aunque, desde su avistamiento, la idea de que habían personas solas en pequeños barquitos la incomodaba.
No volvió a verlo, pero sí soñaba con él. Le daba intriga y miedo. Lo comentaba con su padre a veces, aunque no siempre parecía estar escuchándola. Parecía perdido en su propio océano.
Su padre solía trabajar como agricultor. Capaz por ello se quedaba maravillado mirando el enorme cielo, imaginando que todavía se encontraba en esos campos enormes. Su madre, pobre cristiana, hacía lo que podía para encargarse de los chiquitos, más Elena.
Estaban acostumbrados a lo inestable. A mantener el equilibrio. A Elena le encantaba jugar a la cuerda floja con sus amigas. Amigas que, probablemente, ya no volvería a ver. Pero eso no importaba, porque iban hacia “la prosperidad”, como decía su madre.
Mientras ayudaba a su madre con sus hermanitos, pensaba que no quería ser “normal”. Que no sabía lo que quería, pero “normal”, no. Quería ser como el océano, que podía enojarse cuando quería, que podía revolverse y saltar de la emoción, que podía estar calmo, pero también cambiar en cuestión de minutos.
Le gustaba Inglaterra. No quería irse, pero era su secreto. No podía compartirlo. Iban juntos hacia “la prosperidad”.
El caos parecía ser lo único estable en su vida, en su corazón y en su mente.
Elena, mujer como el océano, niña revoltosa, con ojitos amables que todavía pensaban en ese pobre niño, perdido en su barquito, atrapado entre grandes olas.
Tal vez por eso no se sorprendió, sino que sintió alivio cuando ese chiquito se le acercó, le dio la mano, y le susurró al oído:
—Descansa, Elena. Nos guiaste a mí y a nuestros hermanos a través de este feroz océano. Ahora, te guiaré hacia tu descanso.
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